Como a los diecinueve años me devolví en la mitad de un semestre de Bogotá a Cartagena. A través de unos amigos de mis papás conseguí un trabajo temporal en un banco; allí era "la señorita que dirigía la fila de las transacciones rápidas". Era amiga de todos los cajeros, que me coqueteaban porque les parecía que yo hablaba suavecito y era buena gente. Un día, reconocí a una señora en la fila y quise hacerle un favor y pasarla de primera. Le recibí los papeles de la diligencia para que uno de los cajeros, amigo mío, la atendiera. El pobre muchacho se demoró más de lo que se hubiera demorado ella en en hacer la fila, porque ese día había mucha gente y además él estaba en la caja mayor y hacía los depósitos que llegaban de los otros bancos. Esa transacción resultó en un desastre: puse en aprietos a mi amigo y la señora quedó brava conmigo para siempre.
En la época en la que yo sufría de cistitis, me dio una infección renal muy fuerte. Un día me levanté con una molestia en la espalda que en pocas horas se convirtió en un dolor insoportable. En ese tiempo yo estaba en la póliza del seguro social de mi papá y allá fuimos a la sala de emergencias para que me atendieran. Era mi primera vez allí, porque antes de eso, a mi hermano y a mi nos llevaban siempre a la caja de compesación familiar, que era un poco diferente. Ninguna sala de emergencia es bonita ni agradable, pero esa parecía una cárcel. Había una montonera de gente enferma pegada de unos barrotes metálicos, detrás de los cuales atendían. Cuando mi papá y yo llegamos allí, además del dolor que ya tenía, me dieron mareo y ganas de vomitar; supongo yo que de los nervios. Le dije a mi papá, "¡vámonos, yo no quiero estar aquí!", esperando que me pudiera llevar a otra parte, menos aterradora y más pintoresca. Como no podía, me dijo que me esperara un momentico y averiguó quién era el médico y como lo conocía, consiguió que nos atendiera enseguida. Yo pasé aliviada entre el tumulto de la pobre gente enferma.
De novia de mi ex-esposo, que vivía en Bogotá, cuando no encontrábamos cupo llamando a la aerolínea, llamábamos al papá de una amiga mía que en ese entonces era jefe de reservas, para que él la hiciera. Él era muy amable y siempre conseguía cupo, aunque los vuelos estuvieran llenos. Así, mi novio llegaba sin falta en el último vuelo de Bogotá a Cartagena, cualquier Viernes que quisiera.
La corrupción está, lamentablemente, muy bien instalada en nuestro instinto de supervivencia.

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