Perdí la fuente de la foto. Agradezco a quién me la pueda dar.
Eran los últimos días del mes de Enero, y Montreal marcaba las temperaturas más inhumanas que yo hubiera conocido en un invierno. Debido a mi primera sinusitis, estaba tomando los antibióticos más temibles de la historia clínica de mi vida. Iba en el carro. Al bajarme, sentí frío (una cortada a cuchilla) en ambos ojos. Ni la ciudad ni los transeúntes daban ninguna señal de vida. Por el puro efecto de la inercia, pude llegar a la óptica donde estaba programada para un examen de los ojos. Me hicieron pasar enseguida, y me atendieron a tiempo. Durante el procedimiento, sin que yo lo supiera, me pusieron un anestésico; por eso fue que a la salida, la optómetra me advirtió que no me tocara los ojos "porque los tienes dormidos..."
-"What?".
-"What does to have the eyes numbed mean?"*
Yo, que ya estaba nerviosa, me miré en el espejo para verme los ojos, amarillos, a juego con el ambiente. Parecía más viva que muerta, y me asusté. Me devolví al carro sin ninguna esperanza y manejé de regreso a casa.
Al entrar por la puerta, con la misma fidelidad de siempre, me esperaban el cereal ensopado en la mesa, los teteros en las camas, las piyamas en el piso, y todo lo demás que ustedes ya saben, si tienen hijos en edad escolar y no tienen quién les limpie cuando salen de casa. Pero en lugar de pasar a la cocina por un café y el delantal y a la sala por una canción de Cat Stevens, me derrumbé en el sofá de la sala, y prácticamente no me volví a levantar hasta el 28 de Febrero, cuando me embarqué en un avión de Air Transat, que en seis horas de vuelo nos llevó a mi y a mis hijas a salvo a Cartagena.
Ya en el aeropuerto, con toda mi familia y las maletas, los días de desaliento, tristeza y confusión en Montreal, me parecieron una pesadilla del pasado. En cuanto me bajé del avión, el pelo, que llevaba descompuesto y corto desde hacía tres meses - junto con el resto del cuerpo, se me ajustaron inmediatamente. Resolví no decirle nada a mi familia. Al día siguiente desempaqué todo mi repertorio de vestiditos de chalis y mis chancletas, y me reporté feliz y saludable con Carlos y mis amigas en Montreal, que tanto me habían ayudado a levantar, a cocinar y a llevar y a traer a mis hijas del colegio. Así pasaron unos días, hasta que una mañana me levanté con el mismo desasosiego de esos días horribles en Montreal, y me aterré de estar sintiendo lo mismo, sólo que en el patio de mi casa y de mis abuelos. No tuve más remedio que contarles a mis papás, y, eventualmente, ir al médico.
A pesar de lo rara y asustada que me estaba sintiendo, pensaba que el médico me iba a recetar hacer más yoga, salir con mis amigas y caminar en el mar (que también me hubiera servido). Nunca me imaginé, en realidad, que me iban a recetar, ahora si, las medicinas más aterradoras de mi vida: unas gotas para tranquilizar y unas pastillas para combatir la depresión. Yo no podía creer que me estuvieran recetando las mismas drogas que por primera vez había probada mi abuela a sus noventa (al menos, que todos supiéramos). El médico me aseguró que me iba a mejorar, pero con esa receta, yo estaba segura de que me encontraba a la víspera de la muerte. Con muchas dudas, empecé mi tratamiento. Si en Montreal no me faltaron amigas para cocinar y atender a mis hijas, aquí me sobraron amigas y familiares para salir a caminar y a pasear. Alterné la medicina con zumba y caminatas al rededor de la bahía, arreglamos que las niñas y yo nos quedáramos en Cartagena varios meses, y, después de un tiempo de más confusión y de susto, me empecé a mejorar.
Llegó la hora de regresar a Montreal, y regresamos.
Durante mi estadía en Cartagena se especuló de todo. Los más incrédulos, noveleros e indolentes, sostuvieron que yo me estaba inventando todo para vivir de la renta de mi marido; los más retrogradas, que él me iba a dejar; los más confundidos, que eso era un trastorno de la personalidad y que por eso yo era tan enamoradiza. Así, cada chismoso se inventó su cuento; como es natural. Regresé a Montreal a tiempo, donde me seguían esperando mi marido y mis amigos. Allá fui a ver a mi médico, que estuvo de acuerdo con el tratamiento, y me extendió la receta por un año más. A excepción de la última gota que me estaba tomando, la cual consideraba que ya no necesitaba más.
Dejar las góticas de mi abuela no fue tan difícil: al tiempo que iba a la playa y salía a tomarme un café con mi prima y sus amigas, me tomaba una gótica menos. Así, cuando llegué a Montreal, ya me estaba tomaba sólo una, que a veces subía a dos, dependiendo (en ese entonces) de la pataleta de mis hijas y la novia de mi ex. Siempre, viendo a mis amigas.
Finalmente, un día, como me lo sugirió el médico, no me la tomé más. Empecé a viajar con el frasquito en una "ziploc bag", como mi hija viaja con su osito, sólo por seguridad.
Esos días quedaron atrás. En mi opinión, a excepción del primer día que me devolvieron el hambre, y del segundo, que me produjeron el efecto de cómo me imagino sea la vida sin preocupación, esas góticas, no creo que me ayudaran tanto. Pero me las tomé cómo me las mandó el médico, por precaución. Lo que si estoy segura que me siguió ayudando después de la segunda dosis, fueron el cariño y la compañía consistentes de mi familia y mis amigos.
En cuanto a la medicina para combatir la depresión, todos los meses, reclamé religiosamente, por un año, mis treinta pastillas de 20 miligramos, hasta que de 20 pasé a 10, de 10 a 5, y de 5 a nada (AYER). Ni las gotas ni las pastillas ni nada me hubiera ayudado tanto, como me ayudó haberme venido para Cartagena, mi diligencia de ir al médico, la presencia de todos mis seres queridos, y mi determinación de, abro comillas,
no,
hacerle caso,
a ningún chismoso.
Ya en Montreal, convencida de que las temperaturas y la soledad inclementes del invierno montrealense me habían enfermado (en otras palabras: la falta de luz, de sol, de gente, de vegetación, de animales y de ruidos, pero ojo, que ésto es verdad), puse en marcha un plan maestro:
- Para ayudarme con las niñas, llegó a la casa una chica Canaria con una explosión de colores en su bolso, que en cuestión de una noche, llenaron el baño de la casa y su cuarto de frascos rosados de cremas y perfumes. En lugar de volver a una casa en silencio y vacía, me recibían el sonido del agua corriendo en el baño, y una melodía. Además de olores a champú y jabones.
- Por primera vez en el Otoño recorrí con mis amigas la cicloruta que bordea el canal desde la ciudad vieja hasta el final de la peninsula. Eso, lo volvimos una rutina de a pie y en bicicleta.
- Nunca más volví a escribir sola en la casa.
- Aproveché nuestra mudanza para quedar en una calle donde me quedaran a pie un mercado, una droguería, un almacén de decoración, una cafetería y pastelería, una juguetería, una librería, y restaurantes. Aún en las temperaturas más inclementes, ahora veo gente.
- Me hice miembro de la biblioteca del barrio.
- Con mis amigas empezamos un club matutino de películas y tintos, y uno nocturno de vino y ensalada de pulpo.
- Empecé a caminar en el gimnasio, y me volví adicta al turco.
Ya en el aeropuerto, con toda mi familia y las maletas, los días de desaliento, tristeza y confusión en Montreal, me parecieron una pesadilla del pasado. En cuanto me bajé del avión, el pelo, que llevaba descompuesto y corto desde hacía tres meses - junto con el resto del cuerpo, se me ajustaron inmediatamente. Resolví no decirle nada a mi familia. Al día siguiente desempaqué todo mi repertorio de vestiditos de chalis y mis chancletas, y me reporté feliz y saludable con Carlos y mis amigas en Montreal, que tanto me habían ayudado a levantar, a cocinar y a llevar y a traer a mis hijas del colegio. Así pasaron unos días, hasta que una mañana me levanté con el mismo desasosiego de esos días horribles en Montreal, y me aterré de estar sintiendo lo mismo, sólo que en el patio de mi casa y de mis abuelos. No tuve más remedio que contarles a mis papás, y, eventualmente, ir al médico.
A pesar de lo rara y asustada que me estaba sintiendo, pensaba que el médico me iba a recetar hacer más yoga, salir con mis amigas y caminar en el mar (que también me hubiera servido). Nunca me imaginé, en realidad, que me iban a recetar, ahora si, las medicinas más aterradoras de mi vida: unas gotas para tranquilizar y unas pastillas para combatir la depresión. Yo no podía creer que me estuvieran recetando las mismas drogas que por primera vez había probada mi abuela a sus noventa (al menos, que todos supiéramos). El médico me aseguró que me iba a mejorar, pero con esa receta, yo estaba segura de que me encontraba a la víspera de la muerte. Con muchas dudas, empecé mi tratamiento. Si en Montreal no me faltaron amigas para cocinar y atender a mis hijas, aquí me sobraron amigas y familiares para salir a caminar y a pasear. Alterné la medicina con zumba y caminatas al rededor de la bahía, arreglamos que las niñas y yo nos quedáramos en Cartagena varios meses, y, después de un tiempo de más confusión y de susto, me empecé a mejorar.
Llegó la hora de regresar a Montreal, y regresamos.
Durante mi estadía en Cartagena se especuló de todo. Los más incrédulos, noveleros e indolentes, sostuvieron que yo me estaba inventando todo para vivir de la renta de mi marido; los más retrogradas, que él me iba a dejar; los más confundidos, que eso era un trastorno de la personalidad y que por eso yo era tan enamoradiza. Así, cada chismoso se inventó su cuento; como es natural. Regresé a Montreal a tiempo, donde me seguían esperando mi marido y mis amigos. Allá fui a ver a mi médico, que estuvo de acuerdo con el tratamiento, y me extendió la receta por un año más. A excepción de la última gota que me estaba tomando, la cual consideraba que ya no necesitaba más.
Dejar las góticas de mi abuela no fue tan difícil: al tiempo que iba a la playa y salía a tomarme un café con mi prima y sus amigas, me tomaba una gótica menos. Así, cuando llegué a Montreal, ya me estaba tomaba sólo una, que a veces subía a dos, dependiendo (en ese entonces) de la pataleta de mis hijas y la novia de mi ex. Siempre, viendo a mis amigas.
Finalmente, un día, como me lo sugirió el médico, no me la tomé más. Empecé a viajar con el frasquito en una "ziploc bag", como mi hija viaja con su osito, sólo por seguridad.
Esos días quedaron atrás. En mi opinión, a excepción del primer día que me devolvieron el hambre, y del segundo, que me produjeron el efecto de cómo me imagino sea la vida sin preocupación, esas góticas, no creo que me ayudaran tanto. Pero me las tomé cómo me las mandó el médico, por precaución. Lo que si estoy segura que me siguió ayudando después de la segunda dosis, fueron el cariño y la compañía consistentes de mi familia y mis amigos.
En cuanto a la medicina para combatir la depresión, todos los meses, reclamé religiosamente, por un año, mis treinta pastillas de 20 miligramos, hasta que de 20 pasé a 10, de 10 a 5, y de 5 a nada (AYER). Ni las gotas ni las pastillas ni nada me hubiera ayudado tanto, como me ayudó haberme venido para Cartagena, mi diligencia de ir al médico, la presencia de todos mis seres queridos, y mi determinación de, abro comillas,
no,
hacerle caso,
a ningún chismoso.
Ya en Montreal, convencida de que las temperaturas y la soledad inclementes del invierno montrealense me habían enfermado (en otras palabras: la falta de luz, de sol, de gente, de vegetación, de animales y de ruidos, pero ojo, que ésto es verdad), puse en marcha un plan maestro:
- Para ayudarme con las niñas, llegó a la casa una chica Canaria con una explosión de colores en su bolso, que en cuestión de una noche, llenaron el baño de la casa y su cuarto de frascos rosados de cremas y perfumes. En lugar de volver a una casa en silencio y vacía, me recibían el sonido del agua corriendo en el baño, y una melodía. Además de olores a champú y jabones.
- Por primera vez en el Otoño recorrí con mis amigas la cicloruta que bordea el canal desde la ciudad vieja hasta el final de la peninsula. Eso, lo volvimos una rutina de a pie y en bicicleta.
- Nunca más volví a escribir sola en la casa.
- Aproveché nuestra mudanza para quedar en una calle donde me quedaran a pie un mercado, una droguería, un almacén de decoración, una cafetería y pastelería, una juguetería, una librería, y restaurantes. Aún en las temperaturas más inclementes, ahora veo gente.
- Me hice miembro de la biblioteca del barrio.
- Con mis amigas empezamos un club matutino de películas y tintos, y uno nocturno de vino y ensalada de pulpo.
- Empecé a caminar en el gimnasio, y me volví adicta al turco.

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