Yo crecí creyendo que a medida que el tiempo fuera pasando, las cosas iban a ir a mejorando. No porque estuvieran mal, sino porque era una ley natural de la vida. Cuando uno es un bebé recién nacido, no habla ni camina. Al año empieza a caminar, y a los dos empieza a hablar. Cuando uno es niño, depende de los papás para ir a la playa. Pero cuando uno está grande, puede empacar una toalla y llegar a pie, o en una buseta, a la playa.
Cuando uno es adolescente, le tiene que pedir permiso a los papás para salir con el novio. En cambio cuando finalmente es adulto, se puede casar y dormir todas las noches con el novio, si le dan ganas. Cuando uno está en el colegio, uno estudia lo que los profesores le enseñan, pero cuando se gradúa, puede estudiar la carrera que uno quiera. Después puede trabajar, comprarse su propia casa y su propio carro. Tener sus propios hijos.
Yo no digo que todo el mundo pensará así, pero por lo menos así era cómo pensaba yo.
Cuando uno es adolescente, le tiene que pedir permiso a los papás para salir con el novio. En cambio cuando finalmente es adulto, se puede casar y dormir todas las noches con el novio, si le dan ganas. Cuando uno está en el colegio, uno estudia lo que los profesores le enseñan, pero cuando se gradúa, puede estudiar la carrera que uno quiera. Después puede trabajar, comprarse su propia casa y su propio carro. Tener sus propios hijos.
Yo no digo que todo el mundo pensará así, pero por lo menos así era cómo pensaba yo.
Sin embargo, cuando llegué a casarme, a conseguir trabajo y a tener mis hijos, no me pareció que todo fuera tan bueno como me lo esperaba. Es más, aunque esto en realidad es un secreto, hubo noches de casada, en las que deseé volver a la casa de mis papás, a mi cama de soltera, aunque no tuviera sueldo ni mi propio carro.
Poco a poco, fui comprendiendo que eso de que la vida iría mejorando a medida que pasara el tiempo, no era necesariamente cierto. Es más, todo parecía irse complicando con el pasar del tiempo. Llegado cierto momento, con la única intención de motivar a mis amigas que estuvieran pasando por una mala experiencia, solía decirles "que tranquilas, que la vida no se solucionaba nunca". Para entonces, ya había agotado todos los trucos habidos y por haber de la maternidad y el matrimonio, y vivía ambas cosas bajo estricta resignación cristiana: ninguna de las dos era fácil, y punto.
Gracias a Dios, y a mi herencia Santandereana, yo soy una mujer de ciencia (inquieta y terca). Yo admiro a Jesús profundamente y sigo lo mejor que puedo todas sus enseñanzas, pero después de un tiempo (corto) de resignación, me pareció imposible de creer que así fuera cómo hubieran sobrevivido a la maternidad y al matrimonio, mi mamá y todas mis abuelas. Me propuse hacer memoria, y se me vinieron a la cabeza todos los vecinos de la casa, la muchacha que vendía el pescado, la palenquera, el señor que vendía el peto (bebida de maíz caliente) y el de la tienda, el celador y los que barrían en el colegio, todos mis tíos y la manada de primos que tengo; recordé a mi mamá deshuesando pavos y a mi papá comprando el hielo, a mis tíos sirviendo el whisky, el salón de la casa de mi abuela transformado en club de baile, la vuelta a la manzana después de pitos, los calzones amarillos, los asados en Enero, las idas a la playa, los paseos en Chiva, los dulces de Semana Santa, las vueltas a caballo, los viajes a Bucaramanga, los buñuelos y los tamales de mi otra abuela, las serenatas y los globos de aire caliente de mi tío "Elkin". Entonces, me di cuenta, de que había una sola manera de resolver la maternidad y el matrimonio: la comunidad*. Se lo corregí de inmediato a todas mis amigas.
*Aplica para el matrimonio y la maternidad, pero también para todo lo demás.

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